Consecuentes como siempre, antes de girar al este giramos al oeste. Para echar un vistazo, aprovechando que estamos de paseo nocturno por la parte sur de Manhattan.
Y así llegamos al río Hudson, que a estas alturas se había desbordado por encima de la autopista que rodea Manhattan de norte a sur por el lado oeste y penetrado por varias manzanas tierra adentro. Un mar.
Como es natural, hice la tontería esa de todo periodista de televisión de meterse en el agua hasta donde no puedas caminar más e improvisar unas palabras tontas: “fíjense, aquí hay agua. Mucha y estancada. Exactamente hasta mi barriga. Ya ven”.
Luego me dio un poco de vergüenza, qué pena, un tipo serio, razonable y con educación justita para moverse un poco por el mundo y sin embargo humillándose a sí mismo y a su familia con semejante tontería. Supliqué que nadie me hubiera identificado y reciclé de inmediato ese disco de video.
En todo caso, esa imagen no valía nada. Mejor dicho, no se veía nada. El agua detrás de mí parecía sencillamente asfalto.
Esto es curioso en el periodismo: lo obvio es lo que más hay que explicar. Cuando se dice que la ciudad estaba a oscuras se quiere decir, por ejemplo, que nos cayeron dos pilas de repuesto de una de las linternas y no las encontramos. Encendimos incluso la antorcha de la cámara pero, ay, es que, además, en suelo había de todo, arrastrado por el viento.
Nueva York a oscuras es como una aldeíta seguida de otra aldeíta y luego otra y luego otra y así hasta el inifinito. Pero una aldeíta de cada vez.
Porque cuando estás parado y miras alrededor, y la luz de la luna llena te alcanza solo para ver siluetas difusas y en un radio muy cercano, te olvidas enseguida de la gran ciudad. Ya no existe. La única referencia es el tramo de calle en donde te encuentras.
De vez en cuando encontrábamos algún caminante solitario, como si nos cruzáramos en mitad del monte en un día de tormenta. Todos con prisa.
El caso es que con tanto recuerdo ya en la memoria pero con tan pocas imágenes grabadas en la cámara había que tomar decisiones rápidas. Y empezamos a caminar con decisión hacia el este, dispuestos a llegar cuanto antes a la orilla del otro río que rodea Manhattan, donde sabíamos que el agua se había llevado por delante la estación eléctrica de la que dependía la electricidad del sur de la ciudad.
Una vez allí, el agua había traído el drama repetido en todas las tragedias: llantos, rabia, dolor. Esto no es Haití, Guatemala o Chile después de un terremoto pero tampoco la incredulidad es menor. Ni la confusión.
Es en esos momentos cuando uno se dice, pasito a pasito, hilando fino. Primero, no grabar a tontas ni a locas. ¿Qué ves? ¿Cómo lo cuentas?
Segundo, entrevistas sí pero cuidado con el personal, que anda nervioso, desesperado.
Tercero, además de lo que tienes delante, ¿qué ves, qué puedes contar que no vean, cuenten los demás?
La hora larga siguiente es una sucesión de decisiones mecánicas y cálculos fríos: quá material hemos grabado, qué nos falta, cuánto tiempo nos queda para el informativo matinal, cómo vamos a llegar de vuelta.
En un momento dado emprendemos el regreso. Lo terrible queda atrás y uno vuelve con esa determinación ciega y confiada de quien se siente en posesión de un secreto que revelar. No sabes cómo, ni te cuadran del todo las cuentas, pero tienes la certeza de que llegarás a tiempo y de que pondrás orden al caos de retazos de desastre que te llevas.
Cuanto más al noroeste caminas, con más gente te empiezas a cruzar. También, de pronto, algún coche. Enseguida más. De repente, como por arte de magia -hija, sin duda, de la determinación ciega y confiada- un taxi venido del cielo se para a nuestro lado. Alguien se va a bajar. Un ángel, sin duda. El ángel de tantas veces.
Miro a Jordi. En esto tenemos experiencia. No hacen falta palabras. Llevamos tiempo en la ciudad: uno por cada puerta.
Y si alguien insiste en que ha llegado primero hay que evitar la confrontación, incluso el intercambio de palabras, ni siquiera el contacto visual. Les dejas hablar pero mientras te cuelas dentro, te sientas, le dices al taxista con mucha calma, como si fuera tu chófer, adónde quiéres ir, le sonríes comedida pero largamente como si fueras un político aparentando agradecimiento y en ese momento cierras la puerta con toda la fuerza del mundo.
Cinco minutos después, en el asiento de atrás de un Toyota híbrido que ilumina la calle y se cruza con otros vehículos, el mundo empieza a recobrar el formato tradicional.
Al llegar a una esquina, incluso vemos a un policía en mitad de la calle. Parece dirigir el poco tráfico que se cruza. O simplemente mirar, ¿quién sabe?.
No hay semáforos y por ello el taxista reduce la velocidad en señal de precaución. No llega a detenerse pero entonces oímos la voz tronante del policía, desaforado, poseso: “Are you a funcking idiot? Move on!”. “¿Eres un jodido idiota? ¡Muévete!”.
Yo estaba en mis cosas, si editaríamos el reportaje con éste o aquel plano primero, si tal declaración iría antes o después de otra, etc. Pero ante el grito insultante levanté los ojos y busqué la mirada del taxista, casi en señal de solidaridad: tranquilo, si hay algún jodido idiota aquí no eres tú.
Pero nuestro conductor no necesitaba consuelo alguno. Al revés, se reía a mandícula batiente, mirando al frente con seguridad, ignorando al agente en lo personal, como si algo tremendamente gracioso acabara de ocurrir pero solo tangencialmente tuviera que ver con él.
Cuando por el rabillo del ojo se dio cuenta de mi mirada, dijo: “¿Yo?, ¿jodido idiota? ¡Qué gracia!”
Y entonces pensé que pese a todo el drama previsible que acabábamos de ver, el momento que de verdad iba a recordar de esta noche imposible aún faltaba por llegar. Como así sería.